lunes, 25 de agosto de 2008


Existe un tipo de persona que cuando estoy delante de ella, me hace sentir pequeña, sucia, gorda y desaliñada. Anoche me topé con una de ellas; o lo que es peor, con una pareja cuyos miembros pertenecen ambos a ese grupo.

Fuimos a cenar a casa de unos amigos, no muy muy amigos, algo más que conocidos, pero no tanto como íntimos. Esa clase de amistad un poco obligada en el momento en que tienes hijos, por el único motivo que ellos también los tienen. En este caso ellos tienen una niñita de algo más de un año y el nuestro acaba de cumplir cuatro meses, por lo cual los niños aún no comparten juegos, pero los padres quedamos para compartir una cena en casa de ellos, llamémosles señor y señora Perfectos.

Nos abre la puerta el señor Perfecto, es un padre joven y juvenil, enfundado en un pantalón pirata y una camiseta negra ajustada, no ridículamente apretada, sino ceñida exactamente a la medida, dejando adivinar un torso bien modelado en el gimnasio. Es un tío no especialmente guapo, pero rodeado por un aura de seguridad y éxito profesional y personal que lo hace atractivo. El anillo de casado de oro blanco brilla en su mano izquierda, sin desentonar con las pulseras de cuero que luce con desenfado en la derecha.

Sostiene en sus brazos a la Niña, que es su viva imagen, pelo y tez morena y ojos enormes de rizadas pestañas. Viste un modelo de Agatha Ruiz de la Prada.

El piso de los señores Perfectos es una herencia en vida de los padres de ella, y como no tienen ni idea de lo que es pagar una hipoteca, se han gastado la pasta en un buen parquet y en muebles de diseño. Nunca verás allí una estantería o un taburete de Ikea. La casa parece de revista de decoración, con sus muebles blancos y las sillas de respaldo alto, imponentes. Pero no es una casa fría a pesar no encontrar una mota de polvo o alguna pelusa en un rincón; los juguetes de la Niña, cuidadosamente desordenados dan un acabado acogedor y humano al conjunto.

La señora Perfecta trastea en la cocina, dando los últimos toques a la cena. Viste pulcros pantalones blancos y camiseta de tirantes del mismo color, todo ajustado a su cuerpo delgado. Rompe la unidad cromática un cinturón negro Dolce & Gabbana.



Me cuenta los progresos de su nena: ya come sola y cuando acaba de cenar se va ella misma a la habitación y espera, agarrada a los barrotes de la cuna, que papi o mami, la metan dentro y la arropen. Se duerme mientras sus padres le cuentan un cuento.

Mi niño, que ha estado tan tranquilo en su sillita, escoge precisamente ese momento de alabanzas hacia la Niña para sufrir un súbito ataque de histeria. La pediatra dice que aún no, pero yo creo que está empezando con los dientes y lleva semanas llorando casi sin parar... Le cojo en brazos e intento seguir la conversación con la señora Perfecta mientras acuno a mi hijo tratando de que se calme y deje de berrear. La señora Perfecta coloca unos canapés en una bandeja, una colección de pulseras tintinea en su fina muñeca. "Esta mañana hemos estado en la playa, la niña incluso se ha bañado con su padre. Hacía bastante calor y..." Hago verdaderos esfuerzos por escuchar lo que me dice a través del llanto del crío y al mismo tiempo intento descubrir cuál es el secreto de esa madre que es capaz de ir a la playa por la mañana, y por la noche tener lista una cena de cinco platos, además de un aspecto impecable y una casa impoluta. "Ponle, si quieres, a dormir en la cuna de la Niña". La señora Perfecta parece haberse percatado de mi desesperación. Me encierro con mi niño en una habitación rosa, llena de peluches que huelen a suavizante. Me siento en un sillón orejero estampado con los ositos corporativos de Tous y se me saltan las lágrimas porque me siento incapaz de calmar a mi propio hijo y mis nervios me consumen después de todo el día con él, tratando de entretenerle, cogiéndole en brazos, preparando biberones, cambiando pañales, me duele todo el cuerpo y, aunque no quiero mostrar mi debilidad, se abren las compuertas y las lágrimas corren por mis mejillas, imparables.

Por fin se ha dormido, entre su padre y yo lo hemos conseguido, y nos sentamos a la mesa. Estoy hambrienta. A veces pienso que con la actividad a la que estoy sometida a lo largo del día, debería estar mucho más delgada, o al menos, por los nervios y la presión del bebé debería perder el apetito, pero ninguna de las dos cosas sucede y aún no me he deshecho de los kilos de más que me ha dejado el embarazo. Los pechos no parecen míos, me recuerdan constantemente el cambio que ha experimentado mi cuerpo, igual que mi tripa fofa y las caderas más anchas que antes. En alguna parte leí que es muy difícil ser elegante cuando tienes los pechos grandes y, exceptuando a Sofía Loren, estoy de acuerdo. Durante la cena estoy continuamente colocándome el escote de mi camiseta de tirantes para que ésta no deje al descubierto más de lo necesario, ya que un escote puede pasar de sexy a obsceno en una fracción de segundo. Mi cabello rizado y rebelde parece despeinado al lado del pelo liso y decorado con mechas de la señora Perfecta. Mi estilo de vestir bohemio, algo hippy se revela pasado de moda e impropio de una madre junto a su elegancia sobria. Su manicura francesa en manos y pies me recuerda que debería dejar de morderme las uñas...

¿Cuál es el poder de esas personas? ¿Por qué ejercen esa influencia sobre mí? Son momentos de debilidad provocados por el estrés de mi nueva condición de madre.

Regresamos a casa y me pongo una camiseta amplia para dormir. ÉL se acurruca a mi lado en la cama, pasa su brazo por encima de mi cintura y mete su nariz en mi cuello aspirando mi olor. Vuelvo a sentirme segura, sexy y muy especial. En un segundo y con un solo gesto me ha devuelto la seguridad que por una noche me habían robado el señor y la señora Perfectos. Para otro día espero no olvidar quién soy.

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