lunes, 10 de enero de 2011

Elvira

Yo adoraba a mi bisabuela Elvira, la recuerdo siempre igual, por ella no pasaron los años, para mí siempre fue una abuelita de cabellos blancos, ojos brillantes y la cara arrugada de tanto reír.
Era feliz haciendfo feliz a los suyos, lo que más le gustaba era sentarse a la mesa, comer, charlar y pasar las horas haciéndonos reír, tomando una copita de pacharán. En las sobremesas con mi bisabuela siempre recuerdo una botella de Zoco.
Yo la obligaba a sentarse a mi lado en la mesa del comedor a pintar con ceras de colores. Pintábamos durante horas hasta que a ella se le hacía un surco en el dedo de agarrar tan fuerte la pintura. Al color rojo le llamaba encarnado, y yo me partía de risa.
Por las noches se sentaba en mi cama y me leía un cuento. "Bisa, así la llamaba yo, aunque entonces pensaba que se escribía con V, como las tarjetas de crédito, cuéntame otra vez la historia de ayer". Ella cogía el cuento, se acomodaba junto a mí y me contaba una historia totalmente diferente que la de la noche anterior, disparatada y sin sentido. Yo me quejaba: "bisa, ése no es el cuento de ayer", y ella se reía, con la cabeza hacia atrás, enseñando sus pequeños dientes y achinando los ojillos. Tardé años en descubrir que mi bisabuela nunca aprendió a leer, que cada vez que abría un cuento se le presentaba ante sus ojos un galimatías de hormiguitas negras imposible de descifrar. Pero ella lo convertía en increíbles historias para dormir, siempre distintas.
Es lo más parecido a un ángel que conozco. Al final de sus días le crecieron un par de alas y se fue directa al cielo. Allá debe estar hoy, celebrando su cumpleaños, disfrutando de una eterna sobremesa y pintando el cielo de atardeceres encarnados.
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