viernes, 24 de octubre de 2008


Me llama por teléfono una amiga y me cuenta que ha conocido al hombre de su vida, que está viviendo en sus propias carnes el AMOR, así en mayúsculas.  Se han conocido en el trabajo y tienen los mismos gustos musicales, los dos devoran libros, pero odian los best-sellers y las pelis comerciales, aunque son gran consumidores de cine independiente. Cuando no pueden hablar durante la jornada laboral se dejan notas románticas, pasean cogidos de la mano y si pasan por una pastelería y ella dice "qué tentación, no debería..." él le contesta que tiene un cuerpo estupendo y vuelve de la tienda con una palmera de chocolate, "tan dulce como tú". La semana pasada ella comentó ante un escaparate que le gustaba aquel bolso y ayer él se presentó con él envuelto. "¿Qué celebramos?" "Hay que celebrar todos los días el habernos conocido".

Nunca había sentido una cosa igual, me dice, ahora sé lo que es estar enamorada.

Mi amiga se ha ido a vivir con su novio. Me llama el sábado y me dice que está hasta el moño de las manías de él, como la de dejar la tapa del váter levantada, la de dejar calzoncillos y calcetines tirados por el suelo, o la de meter los platos en el fregadero sin haber tirado antes los restos de comida a la basura, la de eructar ruidosamente después de comer o la de dejarse las luces encendidas de toda la casa sin darse cuenta, la de apropiarse del mando de la tele, o la de nunca bajar la basura, o...

Y pienso que ahora sí, mi amiga ha conocido el AMOR de verdad, en mayúsculas, el del día a día, el amor de sus calzoncillos dados de sí y de nuestros pelos en las piernas, el amor de pedos y eructos, el amor de hurgarse la nariz, ese amor cálido y confortable, un amor que nos abriga como una manta en invierno, un amor en el que instalarse cómodamente como en ese viejo sillón orejero tan familiar, el amor que TODO lo resiste.




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